💌 Carta 2: Querida amiga, desde mi vida te escribo a tu vida
El choque cultural inverso. El dilema exploración-explotación.
31 de enero de 2025
Buenos Aires, Argentina
¡Hola!
Esta vez te escribo desde Argentina, desde la ciudad de La Plata, para ser más precisa, donde nací y viví mi vida anterior. Cuando uno se va a vivir afuera y vuelve de visita dice “En enero voy a Argentina”, como si fuera un único lugar, una única realidad. No dice “Voy a Buenos Aires” o “Voy a Rauch”. Supongo que pasa con todos los países, pero no estoy segura. Ahora mismo puedo imaginar a una mujer china emigrada en los Estados Unidos diciendo “Viajo dos semanas a Beijing”. Tal vez porque Beijing es más conocido que La Plata. Como sea, a principios de enero volví en auto desde Opatija (Croacia) a Biella, a mi casa italiana. Me quedé allí dos días, suficientes para desarmar un equipaje de nueve meses —que incluía ropa de ciclismo, carpa, especias, algo de vajilla, bufandas, guantes, libros y hasta una impresora láser— y armar otro más sintético para cuarenta días de verano. Luego volé1 desde Milán a Ezeiza. (Sí, es una carta con notas al pie. Y me parece que va a ser larga, te aviso).
¿Sobre qué voy a escribir? Hay un tema que elijo y otro que se me impone. Empiezo por el último, que es el más delicado. Llevo días intentando esquivarlo pero hoy me rindo. Me refiero al choque cultural inverso, es decir, a los desafíos emocionales y psicológicos que enfrentan las personas cuando regresan a su país de origen después de un período prolongado en el extranjero2. Cuando, investigando en internet, descubrí este término hace un par de semanas, por fin pude ponerle un nombre a lo que venía sintiendo: ¡claro, sufro de choque cultural inverso! Esta precisión no me ahorra sufrimiento, pero siempre es tranquilizador saber que lo que nos pasa también les pasa a otros. En mi caso, dejé Argentina el último día de febrero de 2021 y desde entonces volví de visita cada verano austral. Este es mi cuarto regreso, tengo suficiente experiencia en volver.
Si di varias vueltas antes de decidirme a abordar este tema es porque no encuentro un enfoque y un tono con el que me sienta cómoda. (Ahora que lo pienso, quizá esta incomodidad forme parte del mismo asunto que intento analizar). No quiero escribir —ni vivir— desde la queja ni hacer acá una catarsis aburrida y egoísta, pero al mismo tiempo necesito exponerlo. Otro problema que tengo es que no quiero que mis amigos argentinos se ofendan o se molesten conmigo y este temor me condiciona y me paraliza. ¿Fue un error incluirlos entre mis suscriptores? ¿Qué hago? ¿Los elimino de mi lista? Pienso que debería haber empezado a escribir este newsletter de manera furtiva, sin contarle nada a nadie. Después de todo, es bastante más fácil escribir para desconocidos, sin saber quién está del otro lado. Pero ahora vayamos al grano.
Los días que siguen a mi llegada suelen ser muy difíciles. Lo primero que me impacta es el nivel de sonido ambiente. Es como si al bajar del avión en el aeropuerto de Ezeiza alguien le subiera tres o cuatro puntos el volumen. Sé que soy particularmente sensible al ruido. Sufro mucho la falta de silencio así que me paso toda mi estadía argentina muy cansada. Por ejemplo, la semana pasada estuve en Buenos Aires, para estar cerca de mi hermano y de mi sobrina que viven allá. El departamento en el que me quedaba tenía un lindo balcón, con una mesita redonda y dos sillas, y las copas de los árboles que subían desde la vereda me daban un mini paisaje verde. Era el espacio que instintivamente elegía. El problema era el ruido. Jorge Luis Borges, en Palermo, no es una calle excesivamente transitada pero cada quince minutos pasaba el colectivo 55 que, como todos los colectivos argentinos, tiene un motor y unos frenos muy ruidosos que vuelve insoportable ese clásico modo de conducción que consiste en acelerar a fondo desde mitad de cuadra para luego frenar bruscamente en la esquina. Además, siempre sonaba alguna alarma: un auto, una cochera o vaya a saber qué. Y también había obras de edificios así que, de lunes a viernes, se oían herramientas de trabajo, como amoladoras, taladros, martillos eléctricos. El resultado era molesto para cualquiera, enloquecedor para alguien hipersensible como yo3. Pero era difícil escapar. Un día me fui a escribir a una cafetería del barrio y, en cuanto me senté, me di cuenta de que tampoco allí encontraría silencio. Por un lado, en Buenos Aires —¿o en Argentina?— en este tipo de locales la música ambiente siempre está alta. Por otro, el lugar estaba bastante concurrido y, de nuevo, en Buenos Aires —¿o en Argentina?— se habla en un tono de voz muy alto. Además, como todo el mundo hablaba español, no podía evitar las conversaciones con tanta facilidad como en Estonia o en Croacia. La verdad es que, en el transcurso de estas semanas, atravesé varias microcrisis y confieso que más de una vez, en medio de la noche o por la tarde, intentando dormir una siesta, lloré de desesperación y conté los días que me faltaban para irme. También es cierto que me cuesta encontrar la comida que me gusta, recordar que acá la senda peatonal es un adorno, lidiar con el desorden y la informalidad general.
Nada de todo esto es nuevo y, después de tres veranos viniendo de visita, sé más o menos lo que voy a encontrar. Lo más difícil es sentirme una extraña. Veo reflejada en otros la vida que solía llevar, pero ya no me reconozco en ella. Camino por el barrio, paso por la escuela en la que trabajaba, compro alimentos en tiendas que conozco y siento que la persona que frecuentaba esos lugares era otra. El problema es que al mismo tiempo, cuando estoy acá, mi vida de allá, mi vida nómade, me parece irreal, una ilusión. Y entonces me pierdo. ¿De verdad en agosto pasado juntaba manzanas por el barrio de Telliskivi, en Tallin? ¿Fue real aquel policía bosnio que me paró en la ruta un domingo por la tarde y ante la dificultad de comunicación prefirió dejarme seguir mi camino rumbo a Mostar sin pedirme los papeles? ¿Era yo la que corría feliz por el muelle de madera entre el sauna y el lago helado cerca de Jyväskylä, en Finlandia? Otras veces siento nostalgia. El miércoles, por ejemplo, alrededor de las ocho de la noche me tomé un Uber para ir a la casa de una amiga. Nos juntábamos varias, a la tardecita, a tomar algo. A diferencia de otros conductores, este era prudente, circulaba despacio, respetaba la prioridad de quienes venían por la derecha. La tarde estaba preciosa. Después de un día caluroso había una ligera brisa y el auto tenía todas las ventanillas bajas. Sonaba una playlist de rock nacional de fines de los años ’90 o principios de los 2000 y con esa música de fondo vi desfilar un montón de lugares conocidos en los que, en mi vida anterior, pasé infinitas horas y días: la universidad en la que estudié, el cajero automático del que solía retirar dinero en efectivo, los negocios del centro, el cine, una farmacia, la clínica donde alguna vez me desmayé. Me pareció que el taxi, o el Uber, viajaba por mi pasado. También hay breves instantes en los que siento nostalgia del presente: anticipo los días grises y oscuros del febrero piamontés que tengo por delante y empiezo a extrañar la luz del atardecer sobre la mesa del living, las chicharras, los amigos.
La gran mayoría de la gente no entiende que haya dejado mi trabajo estable (¡el que me iba a asegurar una jubilación!), mis perspectivas de crecimiento profesional o mi casa para vivir viajando de un lado a otro sin demasiados planes. Al menos así es como lo ven ellos. Creo que intentan buscar explicaciones para quedarse tranquilos. No es que a mí me importe demasiado pero muchas veces resulta complicado lidiar con las fricciones del diálogo. Como dice Keiko Furukura, la narradora y protagonista de La dependienta, una novela muy divertida que leí hace unos días: “La gente se cree con derecho a escarbar en aquello que considera raro hasta dar con una explicación”. A propósito, en este relato me encontré unas cuantas verdades expresadas con mucha sencillez. Me gustó, por ejemplo, el consejo que Keiko recibe de su hermana: “Si respondes a las preguntas personales de forma poco clara, los demás interpretarán tus respuestas como quieran”. Debo reconocer que es un recurso al que apelo seguido.
Otro aspecto incómodo de vivir afuera y venir de visita a mi país es que la gente tiende a preguntarme cómo lo veo. Creo que en realidad ellos ya tienen una respuesta formada para esa pregunta, pero esperan de mí, de la que viene de lejos, algún tipo de confirmación. Siempre es difícil responder. Por un lado, enero es un mes particular, en el que hace mucho calor, los que pueden salen de vacaciones, no hay actividad académica y las rutinas laborales se desaceleran un poco. Es el primer mes del año pero, en el hemisferio sur, es como si el año no empezara realmente hasta febrero o marzo así que es difícil tener una visión completa de lo que está pasando. Por otro, aunque a nivel político las cosas parecen haber cambiado mucho (el gobierno que ganó las últimas elecciones se ubica en las antípodas del anterior) el país —si es que yo puedo referirme a algo tan amplio y abstracto como “el país”— sigue más o menos igual. Los problemas evidentes son estructurales y no van a resolverse en los once meses en los que yo estoy ausente. Lamentablemente, y esta es una opinión que me encantaría ver refutada por los hechos, tampoco van a resolverse en los próximos cinco, diez o veinte años. La crisis es demasiado profunda.
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Voy a cerrar esta carta con el segundo tema al que quería referirme. Tiene que ver con un concepto que también descubrí este mes: el dilema exploración-explotación. Este dilema involucra el proceso de toma de decisiones en el que un agente debe elegir entre explorar nuevas acciones para descubrir sus recompensas potenciales (exploración) y explotar acciones conocidas que han producido altas recompensas en el pasado (explotación). En otras palabras, es el problema de decidir cuánto tiempo y recursos destinar a la exploración y cuánto a la explotación, dadas la incertidumbre y la variabilidad del entorno. A primera vista este parece un enfoque demasiado teórico que no tiene mucho que ver conmigo, especialmente porque viene del mundo de las organizaciones, el juego y la ciencia de datos. Sin embargo, puesto que se trata de tomar decisiones y esto es algo que hacemos todos los días, creo que puede aplicarse a ámbitos más mundanos. A mí, por ejemplo, me ayuda a pensar que en mi vida he dedicado mucho más tiempo a explorar que a explotar. Cuando estudiaba mi primera carrera, leía gran parte de la bibliografía complementaria antes de presentarme a un examen y siempre cursaba materias extracurriculares. Cuando terminé esa carrera, empecé una segunda, al mismo tiempo que me iniciaba en la profesión para la que me había preparado previamente. No me arrepiento en absoluto, todo lo contrario. Lo que intento es ilustrar un modo de funcionamiento. ¡Ahora mismo estoy estudiando una tercera carrera! Siempre hice grandes esfuerzos e invertí mucha energía en ampliar mis conocimientos, mis posibilidades laborales o profesionales, mis relaciones, y llevo algún tiempo pensando que varias veces desperdicié energía de un modo innecesario. Probablemente por indecisión, por miedo a elegir. Este mes, sin embargo, me propuse profundizar en mis intereses en lugar de seguir multiplicándolos; explotar mis conocimientos y habilidades actuales en lugar de perseguir nuevas destrezas. Profundizar implica mayor compromiso con mis elecciones —por ejemplo, con la escritura— y, por supuesto, se vincula con los temas que desarrollé en mi carta anterior: la libertad de elección, el tiempo limitado de nuestra existencia. En cuanto a mi vida nómade, planeo reducir todavía más la velocidad de movimiento y vivir varios meses seguidos en la misma ciudad. Para terminar, se me ocurre que una versión menos sofisticada de este dilema es el refrán quien mucho abarca, poco aprieta. Entonces una de mis resoluciones para este año que está empezando es invertir el peso de la balanza para abarcar menos y apretar un poco más. ¿Las tuyas cuáles son?
Gracias por leer y hasta la próxima,
Julia
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PD: Tomé del libro de Yiyun Li, que encontré de casualidad hace unos días, paseando por una librería de Buenos Aires, el título para esta carta. Sentí que me venía como anillo al dedo y me atreví a hacerlo cuando descubrí, en la página 23, que ella, a su vez, lo había tomado de unos cuadernos de Katherine Mansfield. No voy a recomendarte un libro que todavía no terminé, pero puedo anticiparte que lo estoy disfrutando.
PD2: El libro La dependienta, de Sayaka Murata, sí te lo recomiendo.
PD3: Ya sabés que, si tenés ganas, podés dejarme un comentario o responderme por mail.
No me gusta nada viajar en avión. No es que me dé miedo, que no me da. Simplemente detesto los aeropuertos, los aviones como medio de transporte y todo ese tiempo que se evapora en el aire sin que uno pueda ver el trayecto del punto A al B. Durante el vuelo me prometí que esta sería la última vez y que la próxima me tomaría un barco transatlántico.
El choque cultural inverso se caracteriza por sentimientos de desorientación, frustración e incluso depresión mientras los individuos luchan por reajustarse a su entorno familiar. Hay varios factores que contribuyen a ello. En primer lugar, es posible que las personas hayan cambiado significativamente durante su estadía en el extranjero, adquiriendo nuevas perspectivas, valores y comportamientos que pueden no alinearse con los de su país de origen. Además, es posible que las personas se hayan acostumbrado a ciertos aspectos de la cultura extranjera que ahora extrañan o que les faltan en su país de origen.
En función de mi baja tolerancia al ruido, estoy pensando con mucho cuidado cuál va a ser mi próximo destino. Por lo pronto, regreso a Biella a mediados de febrero. Allá vivo en un barrio relativamente tranquilo, aunque recuerdo que entre las 7.40 y las 7.50 de la mañana de los días hábiles, me aturden los caños de escape libre de las motos de los adolescentes que pasan de camino a la escuela.
¡Qué tema, Julia! Tengo anotaciones para un video sobre el choque cultural inverso que nunca me animé a grabar (me imagino recibiendo comentarios hater y perdiendo las pocas amigas que tengo 🤣). Es bueno leerte, porque se siente cercano, hasta ahora la mayoría de las experiencias que había leído eran en otros países. En Córdoba también es difícil escaparle al ruido, al menos en los deptos de alquiler (en las sierras hay silencio).
En la puerta de la casa de mis papás, donde me quedo cada diciembre cuando regreso a Buenos Aires, hay una parada del 19... Qué decirte que ya no hayas dicho del ruido de los "bondis".🤣
¡¿Y los camiones con megáfonos que pasan comprando muebles?!
Son casi 10 años yendo y viniendo, tengo el aquí y allá desdibujados. Te entiendo perfectamente.