Italia, 31 de mayo de 2025
Hola desde Biella:
A principios de mayo fui dos días a Lyon. Es una ciudad a la que estuve a punto de ir hace mucho tiempo. Mi amiga Inés había conseguido un puesto para enseñar español en una escuela y yo otro en una ciudad cercana. Era un viaje muy esperado pero me enfermé y tuve que cancelarlo. La espina me quedó clavada durante años y, aunque luego tuve otras oportunidades, esa experiencia frustrada se convirtió en uno de los cuatro o cinco qué hubiera sido si de mi vida. Por eso, Lyon era como un libro pendiente que uno por fin encuentra en alguna estantería. Quería ver la ciudad que había vivido a través de los relatos de Inés, pero sobre todo quería ver qué me pasaba a mí en esa Lyon imaginada. Los lugares y los tiempos no siempre coinciden.
Salí de Biella el jueves 1º de mayo, en auto, con sol. En la radio no hablaban más que del Día del Trabajo. Fui hasta Aosta, seguí hasta Courmayeur y crucé por el túnel del Monte Bianco, o Mont Blanc, según desde qué país se lo mire. Cuando aparecí del otro lado y la radio y los carteles empezaron a hablar en francés, me emocioné. Aunque en Europa muchas cosas son similares y en la superficie todo tiene más o menos la misma identidad, las lenguas siguen delimitando las fronteras y sirven para dar una noción más precisa de la idea transitoria que es un país. Enseguida paré en un área de descanso para mirar los picos nevados. En la radio, la Festa del lavoro se había convertido en la fête du Travail, entendía todo, era una buena primera señal. Había reservado una habitación en una casa de huéspedes en Oulins, una localidad vecina a Lyon, bien conectada con el transporte público. La primera charla con mi anfitrión me resultó difícil, me venía el italiano a la cabeza, no el francés. La comunicación fluía, por supuesto, y la estructura general de las frases también, pero una y otra vez irrumpía el ma en lugar del mais, o me salía non so en lugar de je sais pas. Me decepcioné un poco y supongo que fue entonces, o quizá algo después, de camino a la estación de metro, que empecé a recordar aquel viaje frustrado de hace tantos años. A pesar del feriado, el Vieux Lyon —el bario medieval y renacentista— estaba lleno de gente. Chicos y chicas llenaban las terrazas de los bares, todo el mundo tomaba cerveza, olía a verano. Los recuerdos y la Lyon contada por mi amiga me invadían. No dejaba de pensar en qué hubiese sido si, algo que nunca conduce a ninguna parte. ¿Qué necesidad de imaginar siempre hacia atrás? Por suerte, en algún momento la maraña mental condujo a un bueno, ahora estoy acá y dejé de apuñalarme con sentimientos de los que estoy cansada. A veces las cosas tardan. En mi vida las cosas siempre tardaron, pero finalmente se dieron, así que supongo que lo que construyo lleva tiempo y que se trata solo de saber esperar. En todo caso, estaba contenta de estar allí, de viaje, de que hiciera calor, de tener dos días de paseo por delante. Entré en un súper y compré una lata de Goudale, que me tomé sentada sobre un cantero en el puente Bonaparte, mirando el río. La cerveza me animó y pude por fin apagar los pensamientos sobre las oportunidades perdidas, los miedos que frenan, mi eterna autoestima herida. Para cerrar el capítulo de la nostalgia, le mandé a Inés una foto con la vista del Saona y la ciudad. Me respondió que habían pasado veinte años. Yo no los había contado. Me dio vértigo.
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El viaje a Lyon me hizo pensar en el paso del tiempo. Pero ya en abril una canción1 me había traído a la memoria los primeros versos del Infierno de Dante: Nel mezzo del cammin di nostra vita / mi ritrovai per una selva oscura / ché la diritta via era smarrita2. ¿Qué pude haber entendido a los dieciséis o diecisiete años, cuando los leí por primera vez en la escuela secundaria? Ahora, en cambio, estos versos se me clavan en el esternón. No me siento perdida en una selva oscura, pero de repente tomé consciencia de que estoy en el medio de la vida. Tengo cuarenta y cinco años y, aunque quizá cometa hybris al decirlo, pienso vivir al menos hasta los noventa. Los seres humanos vivimos apretados entre el pasado y el futuro, mirando nuestra historia y a la vez haciendo pronósticos, invirtiendo en el porvenir. En esta gran compresión, la franja del presente suele ser angosta y ahora mismo visualizo mi franjita justo sobre una línea de frontera. Me veo parada sobre ella, con la juventud a mi izquierda y la vejez a mi derecha. Y como las fronteras lingüísticas o geográficas, empiezo a darme cuenta de que esta también me gusta.
Suelo decir que, cuando dejé Argentina, volví a nacer. Como la criatura que sale del vientre materno recibe un viento que irrumpe en sus pulmones cerrados y le hace llegar el aire de la vida, así también sentí yo el respiro del cambio. El tiempo empezaba a fluir más lento. Disfrutaba cada día de un modo más profundo y si bien, como todos, hacía proyectos y, por lo tanto, miraba hacia adelante, mi mente y mi cuerpo estaban anclados en el momento que estaba viviendo. Como dirían los italianos, empecé a andar piano. Hasta entonces había atravesado la vida tomando apuntes para un examen que nunca tenía lugar. Quizá el “examen” fue empezar a vivir como realmente quería. Una percepción popular es que la vida parece ir más deprisa a medida que envejecemos, simplemente porque un año en la vida de un niño de cinco años representa una porción mayor de su existencia total que en la de una persona de cincuenta. Pero esto no es cierto. Si lo fuera, cada día de nuestras vidas parecería acelerarse a medida que envejecemos y no es así. En cambio, parece que la forma en que experimentamos el tiempo depende totalmente de lo que hacemos con él. Cuanto más nos alejamos de nuestra rutina habitual y más conscientes somos de lo que hacemos, más despacio parece transcurrir el tiempo. Esto fue lo que noté cuando empecé mi vida nómade. Como dice Dan Kieran, en The Idle Traveller. The Art of Slow Travel: “Life, like travel, is not really about distance. It’s the depth of your experience that counts (…) The more deeply you engage with life, the longer it will seem to be”3.
Tal vez como consecuencia de mi renacer y de mi nueva percepción del tiempo, empecé a sentirme más joven. Es cierto que esto último se debe también a ciertas condiciones objetivas: la mayor parte de estos cuatro años y pico que llevo viajando, los pasé en Italia, un país en el que todavía estoy por debajo de la media de edad, que es de cuarenta y seis años. En Italia, hay cinco personas mayores de sesenta y cinco por cada niño menor de seis, algo que se nota sin leer ninguna estadística. Donde en Argentina uno acostumbra ver gente joven y muy joven, acá ve gente grande y muy grande: atendiendo cafeterías, restaurantes y tiendas, sentada por la noche en los bares, al volante, en la calle. El espacio público está poblado de viejos y uno los ve andando en bicicleta, cargando la bolsa de la compra cuesta arriba, haciendo senderismo en la montaña, paseando a sus perros, cultivando el jardín o la huerta, trabajando. En Italia la tercera edad es activa y a mí esto me transmite una gran energía. En su último libro4, Erri de Luca dice que la vida es larga como la de tres caballos. Desde hace algunos años, él va a lomos del tercero. Su marcha también corresponde al ritmo de la edad, y ha sido al galope en la juventud, al trote en la edad adulta, y ahora avanza al paso. Es una linda imagen, puedo verme a mí misma trotando alegremente sobre mi segundo caballo. En la charla que dio en la última Feria del Libro de Buenos Aires, contó cómo su tiempo es el tiempo de un día: desde que se despierta hasta que se va a dormir. Dijo que cada día tiene justo derecho a ser el último pero que él lo trata como penúltimo, lo aplaza. Y dijo también que ve la vejez como una subida por un bosque en la montaña. Al principio el bosque es muy denso, hay muchos árboles, uno ve poco de su recorrido pero, a medida que sube, los árboles ralean, se abren claros y hay más luz. Es una edad en la que ve más lejos. Es una edad en la que quizá las dioptrías se debilitan pero la visión ocupa su lugar. Yo no soy todavía tan vieja, pero entiendo lo que explica porque es algo que empiezo a sentir.
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En Lyon, caminé por la Croix-Rousse, encontré el Fresque des Lyonnais, que es uno de esos murales que engañan la vista, visité algunas traboules5, subí a pie a Fourvière para ver la ciudad desde arriba, escuché a una banda frente a la catedral Saint-Jean Baptiste. Además, como hace rato que no viajo solo para ver lo que hay que ver, el segundo día me di el gusto de pasar una hora y media en una librería mirando libros y conversando con el librero, y después me metí en un restaurante chiquito frente al Jardin des Plantes, me pedí un plat du jour y me quedé dos horas escribiendo, hasta que los antebrazos y la mano derecha me dolieron demasiado (la mesa no tenía una buena altura). Mi impresión es que Lyon es una ciudad en la que viviría algunos meses, una más para la lista. A la vuelta crucé a Italia por el Col de Montgènevre, un paso alpino a 1860 metros de altura, poco después de Briançon. La ruta era buena y el paisaje primaveral: sol, picos nevados, valles verdes. Por las paredes de roca corrían cursos de agua. De a ratos lloviznaba. La temperatura bajó a doce o trece grados pero, en el auto, yo viajaba en manga corta. Los árboles estaban florecidos, las montañas resplandecían de sol. Cada curva revelaba una nueva cima, un nuevo torrente, un bosquecito de alerces o pinos. No sé cuántas veces paré a mirar ese panorama increíble ni cuántas voy a parar dentro de unos días, cuando cruce por allí de nuevo, de camino a España.
Me voy de Biella sin fecha de vuelta.
Te escribo en junio.
Julia
PD1: El mes pasado inauguré mi segunda publicación, Los días, que sale jueves por medio. Si tenés ganas de leer relatos de viaje, estos son los últimos: Las manzanas de Tallin y Nostalgia de Seren.
PD2: Ya sabés que podés dejarme un comentario o responderme a este mail.
Siamo chi siamo, de Luciano Ligabue.
Las traducciones varían. Esta es una: A la mitad del camino de nuestra vida / me encontré en una selva oscura / porque había perdido la buena senda.
Algo así: La vida, como los viajes, no tiene que ver con la distancia. Lo que cuenta es la profundidad de tu experiencia (...) Cuanto más profundamente te comprometas con la vida, más larga te parecerá.
L’età sperimentale, escrito junto con Inés de la Fressange y publicado en noviembre de 2024.
Una traboule es un pasaje que atraviesa los patios interiores de uno o varios edificios. Permite pasar de una calle a otra cruzando el interior de la manzana.
Uhhh la frase "Suelo decir que, cuando dejé Argentina, volví a nacer" me llegó directo al cuore. Siento muy muy parecido. Gracias por tus bellas cartas <3
Lyon es una ciudad bellísima! Pasé unos días antes de irme a trabajar a una zona cercana en Los Alpes. Luego de esa experiencia me vine a Italia y me pasó lo mismo que a vos, quería hablar en italiano y el francés se me colaba en casa frase! 😅
Me encantó leerte y me sentí muy identificada con el "qué hubiera sido" y el paso de los años🙌🏻