💌 Carta 4: Visibilidad cero
Nada que ver con las estadísticas de Substack. Sicilia sin sol.
San Giovanni, 29 de marzo de 2025
¡Hola!
Te escribo esta carta oyendo el incesante repiqueteo del agua en el techo. Sigue lloviendo. Afuera hay tanta bruma que a través de la ventana solo veo blanco. Del Etna ni noticias. Me vine a Sicilia a ver el sol y llueve todos los días desde hace once. ¿Por ahí qué tal?
Estoy en la casa de unos amigos, en San Giovanni Montebello, un pueblo de casi dos mil habitantes, fracción de la ciudad de Giarre, en provincia de Catania, cuidando a sus cinco gatos y alimentando a otros dos, vagabundos, a los que hay que tener a raya porque parece que también quieren vivir adentro. En el punto más alto del pueblo y de la colina, al final de la Via dell’Oratorio, hay una plaza y luego la iglesia San Giovanni Battista. La escalera que conduce al atrio tiene veinticuatro escalones, en alusión a la fiesta del patrono que, como sabemos, es el 24 de junio. Poco más hay: la infaltable Poste (el correo), un supermercado Coop chico, una panadería, el quiosco de diarios y cigarrillos, una verdulería, un bar de apuestas, una cafetería, una veterinaria y una escuela. El resto son casas —muchas de ellas con huerta— calles empedradas con recorridos irregulares y —cómo no— autos. Acá, como en tantos otros pueblos de Italia, prácticamente no hay transporte público así que, sin auto, uno se queda aislado. Por eso todo el mundo tiene auto y por eso muchas veces, especialmente a la hora de la siesta y los domingos, parece que hubiera más autos que personas. Como el pueblo está en altura, desde la iglesia y otros puntos, puedo ver el mar. Desde mi casa, en cambio, veo el valle del Etna y —si se despejase el vapor de las nubes de una buena vez— el volcán.
La primera vez que vine fue para una cena de fin de curso, en 2022, cuando vivía en Catania. Era finales de mayo y hacía calor. Había vino, ensaladas, algo de carne, muchísimos cannoli. Thierry y Rosalba, los dueños de casa, habían armado el festejo en la terraza. Recuerdo que cuando salí y me encontré el Etna de frente, me quedé helada. La vista era perfecta. El volcán estaba en erupción y se veía el río naranja en la oscuridad de la noche. Durante aquella estadía catanesa, hice un curso intensivo de lengua y cultura italiana que ofrecía la Universidad. Cursábamos en el Monastero dei Benedittini di San Nicolò l’Arena, una joya del barroco siciliano, un lujo. Durante tres meses, estudié temas como la mafia y la sicilianidad, recorrí la isla, fui tras los pasos de Montalbano en Ragusa, Scicli y Punta Secca, me llené de cippolline, ensalada de pulpo, granitas y pasta di mandorle, escuché a Battiato más que nunca, descubrí a Leonardo Sciascia. En suma: me enamoré de la decadencia siciliana. Unos meses antes, había leído en una nota de Condé Nast Traveler que, por el hecho de vivir a los pies de un volcán y conscientes de las peligrosas consecuencias de su carácter incendiario, los cataneses eran un pueblo que disfrutaba de la vida y cultivaba el carpe diem con parsimonia. Pude imaginarlo pero recién lo entendí viviendo acá.
En julio de 2023 volví de visita a San Giovanni. Esa vez vine en auto y pude recorrer los alrededores: pueblos y pueblitos entre colinas verdes, limoneros y sembradíos. Conocí Milo, por ejemplo, donde vivió y murió Franco Battiato y, por supuesto, fui a conocer su casa y le saqué una foto (¿qué más podía hacer?). Ahora Thierry y Rosalba están de viaje, yo estoy de house sitting en su casa y afuera llueve. Llueve y parece que fuera a llover cuatro años, once meses y dos días, como en Cien años de soledad. Pero, a diferencia de Úrsula Iguarán, yo no estoy esperando que escampe para morirme; yo quiero salir a caminar.
Los primeros días todavía tenía esperanzas de ver el Etna y disfrutar de la vista. Mientras esperaba que el tiempo mejorara y las nubes se corrieran, recogí en mi diario algunos apuntes que, creo, muestran el estado de ánimo en el que entonces me encontraba:
Martes 11.10 h
Sigue lloviendo. Bruma.
Martes 15.40 h
Allá arriba, en algún lugar detrás de las nubes, está el Etna. Debajo todo verde y mojado: huertas aterrazadas, casas, cítricos, algún almendro. A la derecha, en la punta de la montaña, la iglesia de Sant’Alfio.
Martes 18.02 h
Las nubes se abrieron un momento y apareció inmenso. Las casas del valle se hicieron casitas. Tiene todavía algo de nieve.
Miércoles 19 de marzo
Todo el día cubierto. Por la noche hubo fuegos de artificio y música hasta tarde. Festa di San Giuseppe.
Jueves por la mañana
El Etna como si no existiese. Veo solo las montañas con sus hileras de casitas. Por momentos el cielo se despeja filtrando sol sobre las laderas. Todo sembrado, más Sicilia imposible.
Jueves 18.15
¡Despejado! Tengo el Etna casi en la cocina. Oscuro, abraza el valle. Todo se hace diminuto a su sombra.
19 h
Es de noche sin estrellas. La montaña llena de lucecitas naranjas y blancas. Los faroles de los autos señalan las curvas. El aire fresco pero seco. Silencio. El patio y el jardín huelen a cedro. Sé que está ahí.
21 de marzo – 10 h
Hoy a las ocho hubo cinco minutos de sol. Vi el perfil perfecto, el cráter mayor recortado contra el celeste del cielo. La ladera oeste cubierta de nieve. Ahora unas nubes como humo lo cubren todo. El valle, inmóvil.
10.24 h
Una niebla espesa se lo traga. La línea de horizonte vuelve a bajar. Veo solo un primer plano de valle, casitas, etcétera. Un hombre con camisa a cuadros azules trabaja su huerta.
Llegado este punto, debería decir toda la verdad y contarte que el domingo pasado tuve un recreo. A eso de las diez y media de la mañana inesperadamente dejó de llover, las nubes se abrieron, cambió la luz. Entonces decidí bajar a Giarre y ver un poco de ciudad. Hice dedo. A los pocos minutos me levantó un conductor que hablaba español fluido, a pesar de que pronunciaba las jotas como ges suaves (“bagar”, decía, por “bajar”). Había vivido un tiempo en Barcelona, allá por el 2009, y recordaba que estaba llena de argentinos. Me dejó en Piazza Duomo, en el centro, y me recomendó la tavola calda del bar de enfrente. No andaba nadie, los negocios estaban cerrados, era muy domingo. Comí un arancino al ragù1 con un café y después tomé Corso Italia y bajé hasta el mar, atravesando las vías del tren y el centro de Riposto. En el mercado de pescado, algunos hombres juntaban los puestos y limpiaban. Al mediodía salió un sol siciliano tremendo y tuve que refugiarme a la sombra. Después fui a una pasticceria con mesitas en la vereda y me comí una granita de pistacho con una brioche, no de desayuno, como es la costumbre, sino de postre. En la calle había altoparlantes, cada cincuenta o setenta metros, y sonaba Battiato. El clima era festivo, pero faltaba la gente. A la vuelta también hice dedo y esta vez paró un Fiat Tipo en el que viajaba una pareja algo mayor que yo. Iban a Macchia —otra localidad de la zona—, al teatro, pero estaban con tiempo porque habían confundido el horario así que decidieron subirme hasta San Giovanni. Durante el trayecto, hablamos de las cosas de siempre, es decir, de todo lo que viene después del clásico de dónde sos. Él había nacido en Suiza, ella en Taormina. Comentamos la belleza de Sicilia y el hombre dijo: “La Sicilia è bellissima, il problema sono i siciliani”. En menos de diez minutos llegué a casa, justo cuando se largó a llover.
Ahora que mi estadía está por terminar, sigue lloviendo, y ya escuché al carnicero del súper contarme que acá no están acostumbrados a tanta lluvia y a las viejitas comentar que ya no saben dónde colgar la ropa que lavan, miro hacia atrás y me doy cuenta de que el día que llegué a la isla pasé por alto un oráculo. Resulta que pocos minutos después de despegar, en Milán2, el comandante de vuelo anunció ráfagas de viento y turbulencias. Mi compañero de asiento dijo algo tan sensato como: “Lo importante es que aterricemos”. Le sonreí, claro, y enseguida me acordé de que la primera vez que volé a Palermo, en la misma época del año, cuando yo era bastante más joven y, en las low cost, el espacio entre asientos bastante más amplio, también habíamos sufrido mal tiempo. Lo cierto es que durante este vuelo el avión se sacudió un poco, pero nada del otro mundo. El verdadero samba3 empezó con las maniobras de aterrizaje. Yo respiré hondo. Una mujer gritó. Cuando el avión finalmente tocó tierra, algunos sicilianos hicieron chistes y yo le comenté al hombre que tenía adelante que era mi segundo aterrizaje brusco en esa ciudad. Me dijo que en marzo el tiempo era pazzo (loco) haciendo referencia a un dicho popular que yo no conocía y que ahora no voy a olvidar: Marzo pazzerello, guarda il sole e apri l’ombrello4.
Gracias por leer y hasta la próxima.
Julia
PD1: Este mes te recomiendo un disco, un libro y dos películas. En orden: La voce del padrone, de Franco Battiato, Il giorno della civetta (El día de la lechuza, en su traducción española), de Leonardo Sciascia, Il traditore, de Marco Bellocchio, y La mafia uccide solo d’estate, de Pif. Todo muy siciliano, por supuesto.
PD2: Hablando de lluvia, ya tengo próximo destino… Entre junio y diciembre voy a vivir en una ciudad en la que llueve alrededor de 120 días al año, especialmente en invierno. ¿Adivinan cuál? Una ayudita: la idea es disfrutar de un breve respiro lingüístico (el año pasado Estonia y Croacia fueron desafiantes).
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Los arancini son una especialidad de la cocina siciliana. Se trata de unas bolas o conos de arroz empanados y fritos, de ocho a doce centímetros de diámetro. El más popular tiene relleno de ragú, arvejas y mozzarella. Se sirven calientes y se comen a cualquier hora del día. Su nombre divide la isla en dos: en Palermo los llaman arancina y en Catania, arancino.
Viajé de Milán a Palermo (y no directamente a Catania) porque ahí también tenía amigos que visitar. Me quedé tres días en esa ciudad y luego atravesé la isla en autobús rumbo a Catania.
Zamba, tagadá o cazuela.
Algo así como “Marzo loco, mirá el sol y agarrá tu paraguas”, una frase que en español pierde la rima y toda la gracia.
Que bello relato Julia! Viví 9 meses en Sicilia, hermoso lugar! 🫶🏼