💌 Carta 1: Mejor tarde que nunca
La libertad de elegir dónde vivir. La soledad del nómade digital. Lo simple y lo complejo de empezar.
31 de diciembre de 2024
Opatija, Croacia
¡Hola!
Gracias por estar ahí.
Hoy es el último día del año y te escribo desde Opatija, una ciudad costera del norte de Croacia, justo en la entrada de la región de Istria. Es una ciudad muy elegante, con hoteles lujosos y grandes villas, herencia de la nobleza austrohúngara que veraneaba acá en el siglo XIX. De hecho, Opatija llegó a ser conocida como la “Niza austríaca”. Hace seis grados pero el sol entra a raudales en el living del departamento en el que me estoy quedando este mes. Tengo una vista impresionante de la bahía de Kvarner que no me canso de mirar. Los días despejados, el sol asoma detrás de las montañas a eso de las ocho menos veinte de la mañana. Es un espectáculo que no me pierdo: primero se ve el cielo rosado de luz, luego un contorno naranja que va ensanchándose y finalmente aparece el sol en todo su esplendor. Los rayos llegan largos hasta la cocina mientras yo me preparo el desayuno. Varios minutos después la luz se estabiliza y se vuelve más clara.
A principios de diciembre, cuando llegué, tuve una pequeña crisis. Uno de los primeros días, escribí en mi cuaderno: “Después de un año de mucho movimiento y algunas incomodidades, pienso que me quedaría a vivir acá adentro, calentita, leyendo y escribiendo con buena luz, mirando películas, estudiando inglés. Desde hace un tiempo disfruto más de las comodidades que me brinda el alojamiento que de la ciudad a la que viajé. No me quejo de mi vida de viajes pero estoy cansada. A volte serve un motivo (a veces se necesita un motivo) canta Ligabue, un artista italiano que me gusta mucho. Hace tiempo que vengo dándole vueltas a ese verso. Hasta ahora mi motivo era viajar, conocer lugares nuevos. Ahora disfruto cada vez más tener mis cosas ordenadas, saber dónde comprar los alimentos que me gusta cocinar, tener una rutina”. Pasaron algunas semanas, el cansancio también pasó y, como suele sucederme, las ganas de movimiento surgieron de nuevo. Pero la crisis me dejó una certeza: quiero moverme más despacio todavía.
Octubre y noviembre estuve en Molunat, un pueblo pesquero en el otro extremo del país, a unos veinte kilómetros de la frontera con Montenegro. Durante dos meses viví frente al mar. Lo tenía allí, a pocos metros de casa. Había una escalera de cemento que bajaba hacia las piedras, luego una pequeña plataforma llena de musgo y finalmente una escalerita para meterse al agua. Solía mirarlo desde donde trabajaba, en la galería cubierta. Hubo unos pocos días de tormenta en que el mar se agitó y pude oír las olas desde mi cama. Nunca había vivido tan cerca del mar. Era un mar sin playa y sin turistas, un mar privado. Hasta el cinco de noviembre nadé. Me ponía la gorra y las antiparras y me sumergía. El agua era transparente así que veía todo lo que había en el fondo: algunas rocas, algas y las sogas de los barcos, que no estaban atados a ningún muelle ni a la costa sino desperdigados por la bahía. Después vino el frío y cambié la natación por caminatas hacia un lado y otro del pueblo: de punta a punta, medía aproximadamente tres kilómetros. En Molunat no hay casi nada: apartamentos de alquiler turístico, algunas casas de jubilados y de pescadores, un camping lleno de motorhomes con patentes nórdicas (hasta fines de octubre), un minimarket “Tommy” y un bar del que nunca entendí los horarios.
Y antes de todo esto, desde principios de abril hasta fines de septiembre, estuve viviendo en Tallinn. Y antes en Biella, en el Piemonte, donde tengo mi casa italiana. En el medio, además, hubo viajes dentro de viajes. La gente siempre pregunta “¿por qué Tallinn?” o “¿por qué Biella”?, “¿qué vas a hacer en Molunat?”, “¿por qué vas ahí?”. En general, aunque no resulten convincentes, tengo respuestas. Por ejemplo, en el caso de Estonia, sabía que era una de las tres repúblicas bálticas que habían formado parte de la Unión Soviética. La agrupaba, como todo el mundo, en el trío Estonia-Letonia-Lituania sin estar muy segura de cuál era su posición geográfica. Había conocido, además, a Segey Spivak Laurson, un pintor estonio que vivió muchos años en la ciudad de La Plata y sobre el cual mi hermano filmó una película. Después, cuando yo ya no vivía en Argentina, había leído al pasar algunos datos sobre el crecimiento económico del país en las últimas décadas y la etiqueta “Silicon Valley de Europa” me había quedado grabada en la memoria. Aunque en algún momento aprendí a programar, no trabajo en el sector IT ni me interesa particularmente esa industria, pero sí me interesó la forma en que prosperó ese país, apostando a un proyecto a largo plazo que empezó en las escuelas. Así que me fui a Tallinn a ver cómo era. Quería mejorar mi inglés (aprender estonio no estaba en mis planes), aprovechar la ocasión para conocer el resto de los países bálticos.
Pero lo cierto es que muchas veces los destinos no son tan planificados, simplemente surgen como solución a un problema concreto (huir del frío, hacer un trámite) o se presentan como oportunidad. Hace un tiempo, leyendo Viaggi e altri viaggi (Viajes y otros viajes) de Antonio Tabucchi, un párrafo me detuvo. Lo traduzco rápido: “Estoy acá y nadie me conoce, soy un rostro anónimo en esta multitud de rostros anónimos, estoy acá como podría estar en otra parte, es lo mismo, y esto me produce un gran struggimento y una sensación de libertad hermosa y superflua, como un amor rechazado”. La palabra “struggimento” se refiere a un estado de ánimo que mezcla ansiedad, pena y sufrimiento, que consume y no da tregua. No encuentro en español una palabra igual. Tengo que decir que lo del amor rechazado por suerte no lo entiendo pero, por lo demás, la sensación que describe Tabucchi es exactamente la mía: estoy en (completar con el nombre que corresponda) como podría estar en cualquier otro lado.
Y si acá llegué desde Molunat y antes desde Tallinn y antes de eso desde Italia y también desde Argentina, a estas cartas llego después de años de posponer la escritura. Le di demasiadas vueltas a la idea de abrir un blog de viajes que terminó muriendo antes de nacer. Por un lado, las dificultades técnicas agotaron mi energía, por otro no terminaba de convencerme el formato. No quería lidiar con los algoritmos ni con la velocidad actual. El mundo va cada vez más rápido y yo intento ir cada vez más despacio. Pero, para ser completamente honesta, también es cierto que me cuesta mucho empezar las cosas que de verdad me importan. Porque es difícil animarse a elegir la incertidumbre (supongo que sabés de qué te hablo) pero también porque a veces me cuesta mucho callar a mi censor interno. Escribo diarios y cuadernos desde los cinco o seis años, y de chica escribía unas cartas larguísimas repletas de detalles, pero la idea de empezar un proyecto de escritura nunca pasó de idea. De un tiempo a esta parte, sin embargo, algo ha ido cambiando en mí y ahora pesan más las ganas de escribir que cualquier otra excusa o juicio personal.
Desde que cambié mi vida sedentaria por una nómade, hace casi cuatro años, y dejé mi ciudad, mi país y mi profesión principal (docencia) para dedicarme a viajar y a la que hasta entonces era mi profesión secundaria (traducción), siento que llevo una vida más lenta, más enfocada en el presente, más alineada con lo que quiero y disfruto. Pero la contrapartida inevitable de este estilo de vida es la soledad. En Cuatro mil semanas, Oliver Burkeman dice: “El estilo de vida nómada carece de los tiempos compartidos que necesitan las relaciones profundas para arraigar”. Como me muevo tanto, y como además a veces vivo en lugares con lenguas imposibles (estonio, croata), me resulta difícil establecer relaciones duraderas. Digamos que desde que me fui de Argentina, mi vida social se redujo drásticamente. Sin embargo, muchas veces suelo ver la otra cara de la cuestión: si me hubiera quedado en mi ciudad, jamás hubiera conocido tanta gente distinta, escuchado historias tan diversas o aprendido tantas cosas. Así que la pregunta que me hago una y otra vez es qué hago con todo lo que estoy viviendo, con quién lo comparto o cómo. Y la respuesta que aparece siempre es “necesito escribir”. Oliver Burkeman dice también que nuestras rutinas temporales —no solo las de los nómades— cada vez coinciden menos con las de los demás. En definitiva, de eso van estas cartas: de crear una conexión, de hacer coincidir mi tiempo con el tuyo durante el ratito que dura la lectura para compartir historias, experiencias, reflexiones.
Hay demasiados consejos sobre cómo empezar. Ahora mismo recuerdo un video de YouTube sobre escritura que vi tres veces: la chica repetía “just start”. Y sí. Si hay algo que aprendí en todos estos años es que solo se trata de eso, de empezar, de poner el carro en movimiento, así que acá estoy el último día del año: empezando.
¡Gracias por leerme, feliz año y hasta la próxima!
Julia
PD: Te dejo dos recomendaciones. La primera es una charla TED: “The Paradox of Choice”, de Barry Schwartz, sobre la libertad de elección y las insatisfacciones que conlleva. La segunda es el libro que mencioné más arriba, Cuatro mil semanas. La vida es corta. ¿Qué piensas hacer al respecto?, de Oliver Burkeman. Si te preocupa la tiranía del tiempo y querés tomarte tu existencia con más calma, estoy segura de que esta lectura puede ayudarte.
PD2: Si tenés ganas, podés dejarme un comentario o responderme a este mail.
Me encantó esta frase: “Pero la crisis me dejó una certeza: quiero moverme más despacio todavía.”
Me sentí tan identificada con cada una de tus palabras! Otra viajera/migrante por acá, moviéndome mucho en estos últimos años pero cada vez más en búsqueda de la rutina. Leerte fue un bálsamo a la soledad y la imposibilidad de generar relaciones profundas entre tanto movimiento. Gracias por compartirte!